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miércoles, 16 de agosto de 2017
Relato corto: "La sabiduría que hay en mí"
Erase una vez un pueblo apartado de la civilización actual. Apenas eran 100 personas las que lo habitaban y conocíanse todos entre ellos. En ese pueblo no existían las tiendas, no existían los colegios y no existía el dinero. Cada persona tenía un trocito de tierra que debía trabajar para posteriormente entregarle a cada persona del pueblo los frutos de ese esfuerzo, de tal manera que cada uno podía saborear el trabajo de los demás pero nunca el suyo propio. Además la gente aprendía mediante las preguntas. Todos los días las personas más ancianas del pueblo formulaban distintas preguntas a los más jóvenes y después, los jóvenes se las formulaban a los ancianos. De esta forma toda la información de la que, por su edad, carecían los jóvenes, la lograban obtener de los más veteranos, y de esta manera todos eran muy sabios. Pero había una pega en este sistema, y era que esta ronda de preguntas y respuestas se realizaba en medio de la plaza y ante todos los habitantes del curioso pueblo. Solo eran dos los niños en la que era la nueva generación de jóvenes del pueblo (ambos barones) y unos de ellos en un futuro cercano sería el presumible nuevo alcalde. Era por ello que los ancianos observaban con detenimiento cada palabra que decían. Uno de ellos era listo y tenía muy claras las obligaciones que debía llevar a cabo, sin embargo su mayor defecto, la timidez, le dejaba en ridículo muchas veces a la hora de contestar preguntas. El otro, de menor inteligencia y mayor chulería, era muy echado para delante, no tenía ningún pudor en preguntar y responder todo tipo de locuras para quedar él siempre en buen lugar y dejar por los suelos a sus contrincantes. Una vez terminada la ronda de intercambio de preguntas y respuestas entre jóvenes y ancianos, tocaba preguntarse entre los jóvenes uno al otro. El más tímido siempre hacía preguntas sencillas, como ¿De dónde sale la madera? o ¿Por qué vivimos en casas y no fuera con el resto de animales?. A estas preguntas el joven espabilado respondía verdaderos discursos lleno de información innecesaria pero que llenaba de gracia los oídos del resto de habitantes. Cuando llegaba el turno de que preguntara el espabilado, hacía preguntas muy complejas y muy extrañas, en muchas ocasiones casi imposibles de responder. Las preguntas eran tal que así: ¿Para quemar un árbol es mejor una cerilla o un mechero? ¿Es mejor robar dinero de noche o de día?. Evidentemente el tímido joven no se atrevía a dar una respuesta y tartamudeaba todo tipo de cosas incomprensibles hasta que la gente daba por perdida la posibilidad de escuchar una respuesta lógica. Los años fueron pasando, y llego el día en que ambos muchachos ya disponían de 18 años. Era la hora de saber a quien elegirían los ancianos para ser el nuevo alcalde. El espabilado muchacho llevaba meses preparándose el discurso, tenía clarísimo que iba a ser él el elegido. Llegó la hora de la decisión final, eran 9 los ancianos que quedaban con vida, y cada uno de ellos debía decir su voto en alto. El primer voto fue para... el chico tímido. La sorpresa invadió los rostros de ambos muchachos. Uno de rabia y otro de felicidad. "No importa, ganaré 8-1 la votación"-pensaba el espabilado. Segundo voto: también para el tímido muchacho. De nuevo la misma historia: sorpresa de ambos chicos y afirmación de que "ganaré 7-2" por parte del espabilado. Tercer voto: Chico tímido, cuarto voto: chico tímido, quinto voto: chico tímido... y así hasta que los nueve ancianos votaron todos al mismo. El chico tímido, ese al que le avergonzaba responder delante de todo el mundo, ese que tartamudeaba ante las absurdas preguntas de su compañero de edad, había logrado convertirse en el nuevo alcalde. El espabilado salió corriendo gritando todo tipo de improperios, mientras que el muchacho tímido, aún sorprendido por la mayoría abrumadora con la que había ganado la votación se acercó a los ancianos y les dijo: os haré una última pregunta en calidad de ciudadano... ¿por qué me habéis elegido a mí? ¿por qué yo? ¿No era yo acaso un desastre respondiendo las preguntas que me lanzaba el otro chico?. Los ancianos se miraron entre ellos y sonrieron. El más veterano de ellos se acercó y le dijo la que será la moraleja de esta historia: "Un hombre mucho más sabio que nosotros dijo una vez: Juzga a un hombre por sus preguntas en lugar de por sus respuestas"
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